Saturday, January 28, 2006

De la centralización al federalismo organizacional

Junto con el desarrollo de la tecnología, la especialización laboral, el creciente incremento de las competencias y el salto en la tasa de escolaridad de la fuerza laboral, la centralización de las decisiones comenzó a quedar fuera de lo que suele llamarse como las “buenas prácticas de la gestión”. Ya no es necesario, en realidad ya no es posible, “pautear al detalle” el quehacer de las personas en una sociedad en que la principal contribución de cada individuo es su aporte reflexivo, sustentado en sus conocimientos y su capacidad de análisis para hacerse cargo de sus responsabilidades de manera proactiva.

La época de la película “Tiempos Modernos” de Chaplin, en que cada trabajador debía hacer única y exclusivamente aquello que se le instruía hacer, fue consistente con la expresión habitual de Fayol a sus operarios: “a usted le pago para que trabaje, no para que piense”; tenía sentido en una época en que el trabajo era precario y, cualquier descuido podía devenir en un nuevo accidente del trabajo, el gran problema de esos años. Por lo mismo, esa instrucción de Fayol, no tenía nada de absurdo ni menos de abusivo. Obligaba a que el trabajador dominara al detalle la tarea que le era asignada y era mejor trabajador el que la “recitaba” de manera más automática y repetitiva.

Pero eso era a comienzos del siglo pasado. Ahora, claramente, aún en los trabajos más rutinarios hay un componente significativo de ejercicio mental, de reflexión y de oportunidades para dotar a la función de la propia “personalidad” del ejecutor de la labor.

Con este cambio comenzó el ocaso del centralismo, por innecesario, pero por sobre todo, porque inhibe el potencial creativo e innovador de los equipos de trabajo y de cada uno de sus integrantes.

Por lo demás, cuando ya dejó de ser trabajo de los “ingenieros” el diseñar al detalle cada faena, hasta su más mínimo detalle (tan magistralmente explicado en la película aludida), y el trabajo, en su sentido amplio, se fue radicando en personas cada vez más cultas, cada vez más competentes, el afán de concentrar las decisiones ha pasado a ser un ejemplo transparente de los miedos y debilidades de las jefaturas. Mientras menos certezas de sus propios dominios tenga una jefatura, más desconfianza existe en la alternativa de delegar en otros, de descentralizar funciones sustantivas.

A mayor autopercepción de incompetencias (habitualmente por cierto que no declaradas ni reconocidas, ni menos asumidas), mayor recelo a abandonar los criterios de gestión centralizada. Y cuando no es este el factor determinante en esta “tentación” por centralizar todo lo que huela a relevante, está el inefable “amor” al poder. Droga entre las drogas, que mediocratiza el potencial de cada colaborador en cualquier organización.

Y acá llego a lo que me importa en este post. La descentralización en el Sector Público. Si uno analiza la formalización presupuestaria de cada año, pero en especial la argumentación para su defensa no queda sino aceptar que estamos muy atrasados. Al final, todos los Servicios Públicos deben aceptar, casi con pleitesía (ver 4ª acepción del Diccionario de la RAE), a lo que piense y resuelva el Ministerio de Hacienda. Así, en estricto rigor práctico, hay dos categorías de Ministerios. La Primera Categoría, integrada solo por Hacienda y, la Segunda Categoría, compuesta por todos los demás ministerios e instituciones gubernamentales.

Y no me refiero al ordenamiento presupuestario que por cierto conlleva la necesidad de una articulación integrada porque todos los recursos provienen del mismo Fisco, sino que a todo el quehacer que nace de dichos flujos de fondos.

Es en esta dimensión donde los espacios de gestión interna van quedando sometidos a los márgenes de flexibilidad en que se logre “convencer” al Ministerio de Hacienda (léase DIPRES) de que tiene sentido técnico tal innovación.

La pregunta natural que emerge es, ¿Cuáles son las competencias técnicas que tienen los profesionales de Hacienda y que, por definición, no poseen los profesionales del resto de las Instituciones Públicas (excepto la Contraloría, que es la otra entidad omnipresente) para asumir tan verticalmente su rol? Hasta dónde he logrado investigar, dicha pregunta no tiene respuesta.

El talento humano, así como la imbecilidad humana, es transversal a las ideas políticas, a los niveles de educación, al sexo y, por cierto a las organizaciones. En todos los niveles y tipologías de clasificaciones se pueden encontrar ambos tipos de comportamientos.

Es decir, no hay argumentos técnicos que avalen esa suerte de soberbia organizacional que a veces (mucho más que lo deseable, por cierto), emerge de los edificios de la calle Teatinos en que están ambas entidades superpoderosas.

Y no corresponde que sea porque no puede serlo. Leonard Mertens, uno de los grandes constructores del Enfoque por Competencias, en su libro “Productividad en las Organizaciones” (CINTERFOR, 2001) señala, citando a Shumpeter, que “la creatividad y el liderazgo del empresario (me parece válido extrapolar a cada trabajador) son la fuente de la innovación y la productividad”, y, en otra parte señala que, como consecuencia de la globalización de los mercados y las características de la nueva tecnología, la relación entre formación y productividad adquiere una dimensión más dinámica y menos predecible.

En suma, parece razonable concluir que la relación entre diseño y desempeño no es estática y, por lo mismo, todo esfuerzo de planificación debe hacerse cargo de esta variabilidad y de estas incertezas que hay que abordar sobre la marcha. En un escenario como este, la dependencia de criterios de gestión centralizada, es una barrera entorpecedora que permite perseverar en juicios respecto de la Administración Pública, como burocrática. (En homenaje a Weber, que creó este concepto, con premisas totalmente vigentes en el día de hoy, me parece mejor hablar derechamente de “burrocracia”).

La descentralización aparece así como la receta natural para enfrentar la dinámica de este siglo XXI. Pero la descentralización en lo sustantivo, no en lo accesorio; la descentralizacíón que se enfoque aplicando la Ley de Pareto (80/20), es decir, que permita márgenes de maniobra respecto del 20% relevante y fundamental, y no solo en el 80% complementario.

Tal vez, el punto es que, si bien la descentralización político administrativa es una solución estupenda para países como el nuestro, unitarios y presidenciales, para los temas de gestión hay que dar un paso adicional y pensar en una lógica de federalismo organizacional, en que luego de acordado todo lo que da unicidad al país, lo que asegure el soporte financiero equilibrado para todo el país, se avance hacia una mucha mayor autonomía en la operación. Ya recordaré a qué autor leí sobre el punto, pero un analista hace el símil hacia los tréboles, en cuanto cada hoja tiene una suerte de autonomía total de existencia, como no sea por el tallo que la nutre. Extrapolando, ese tallo son el Estado unitario y las grandes políticas que se definan en el Gobierno, y las hojas, en rigor debería ser cada entidad, al margen del punto geográfico en que esté instalada, que por dominar de manera integral su particular “negocio” es la más calificada para adecuar, ordenar y reordenar sus recursos y prioridades, para lograr los objetivos de Gobierno para los cuales ha ello sus promesas de cumplimiento, en una dimensión en que es más esperable que las cumpla por esa mayor libertad para hacerse cargo de las variables que emergen de una realidad que, como se ha dicho es mucho más dinámica y mucho menos predecible que lo que la mejor planificación pueda permitir.

El tema es controversial y acepto que se sostenga que lo he tratado de manera superficial. Ya volveré sobre él más adelante.

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